El pueblo cuenta


N° 15  Año 2
Diciembre de 2018

Texto: Alicia Grela Vázquez
Imagen: Elsa Sposaro



SUMARIO

Bicho feo
Leyenda del Urutaú



Bicho feo




La leyenda del Pitogüé (Benteveo, Pitojuan o Bicho Feo) afirma que su grito agudo y prolongado dio origen a su nombre, ya en el Noreste de Argentina sus habitantes eso es lo que oyen, cuando él canta. Se lo supone de mal augurio. Se cuenta que una anciana, vivía en el límite de un espeso monte en compañía de dos muchachos huérfanos que ella había recogido y criado desde pequeños.
La subsistencia del grupo familiar se basaba en el consumo de los productos naturales de la zona: frutas, peces, tatúes y perdices que los jóvenes recolectaban, pescaban o cazaban. El tabaco era rompía la monotonía de la mujer. Ella fumaba el rústico pito de palo, que los chicos le armaban y encendían y ella continuamente acariciaba con sus encorvados y rugosos dedos.
De ese modo pasaba sus horas, sentada en un sillón de paja con la ya blanca cabellera sujeta por una vincha. Cuando el tabaco dejaba de arder, ella los llamaba en guaraní con insistencia: ¡pitogüé, pitogüé! (¡pito apagado, pito apagado!).
Enseguida mamá, le respondían y rápidamente se acercaban para no oírla rezongar ni soportar sus duros insultos. Aquél llamado chillón repetido cada día durante años, llegó a constituirse en una verdadera pesadilla para ellos, pues no podían jugar ni salir por el monte, ya que debían estar pendientes de los requerimientos de la anciana.
Por turno buscaban el alimento para no dejarla sola en la casa. No tenían libertad para hacer nada sin que el grito de pitogüé los interrumpiese. Ni bien se alejaban, los detenía el sonido de su llamado chillón, insultante y rabioso. Por ese mandato tenían que volver sobre sus pasos.
Un día uno de ellos dijo: Vámonos, y que ella se arregle como pueda.
¡No, que Tata Dios nos va a castigar si la dejamos! Al fin y al cabo, ella nos ha criado…
Nos ha criado, sí. Pero ella ahora nos vuelve locos, contestó el otro.

La idea de la liberación se fue apoderando de ellos, hasta que una mañana, después de comer, decidieron marcharse definitivamente. En ese momento ella se dormitaba en su asiento con el cigarro apagado entre las manos. La abandonaron condenándola a la soledad.
Al despertar comenzó llamarlos, pero no recibió respuesta de sus criados.  Su desesperación fue tal que, le provocó la muerte, no sin antes prometer agonizante, que su alma reencarnaría para perseguirlos el resto de sus vidas y hacerles pagar por su desidia.


Entre tanto los jóvenes seguían avanzando por el camino. Se sentían felices, sin reconocer que interiormente su madre adoptiva sin descanso los seguía llamando. En cada momento parecía sonar en sus oídos. Pero una mañana lo oyeron tan cercana y claramente, que se asustaron muchísimo.
¿Oíste eso hermano? Es la vieja que nos está llamando.
Pero… ¿Vos estás loco? –No. ¡Mirá! ¡Mirá allí!

Un pájaro extraño para ellos, cantando precisamente sobre sus cabezas. De él provenía el grito que les había causado terror. Con los ojos muy abiertos de pánico miraban al ave: las patas agarradas de la rama se parecían a los dedos de la vieja apretando el pito; el pico, a la nariz puntiaguda de ella; y la franja que tenía en la cabeza era como la vincha con que ella se sujetaba el pelo…
Los muchachos sólo atinaron a correr espantados. Pero fue en vano, porque el ave volando los perseguía con su grito chillón y ensordecedor: ¡Pitogüé! ¡Pitogüé! Finalmente, agotadas sus esperanzas de libertad y sus fuerzas, por la sed, el hambre, la locura y el terror, cayeron.
Dicen en la región que era verdaderamente la misma vieja que se había reencarnado para perseguir hasta la muerte a sus pobres criados, que intentaron en vano escapar de ese encarcelamiento al que estaban condenados. Actualmente, en la apertura de la fiesta provincial del Teatro en la Provincia de Misiones se convoca al público y a los artistas a ir disfrazados para proceder a la quema del Pitogüé y así espantar todos sus malos augurios.

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                                                  Bicho feo 





Leyenda del Urutaú  







El urutaú es un ave nocturna y extraña. Quizás por esa razón El Pueblo Guaraní Cuenta para justificar legendariamente su aspecto y comportamiento, distintas versiones. Según una de ellas un cacique guaraní, con su gente se había instalado en un hermoso lugar codiciado también por sus vecinos, pues generosamente brindaba todo cuanto necesitaban para la subsistencia.





Ñeambuí era la joven hija del jefe.  La muchacha recordaba tristemente las luchas que su padre debió emprender para conservar ese paraje, pese a la invasión intermitente de sus enemigos. Al resistir estas incursiones, con el paso de los años, el caudillo se había vuelto cada vez más duro, intolerante e implacable.



Cuimaé era el lozano jefe de una tribu cercana, quien desde un tiempo, que a él se le hacía largo, estaba enamorado de Ñeambuí y la pretendía. También le llevaba regalos que ella aceptaba, pero después corría al monte a observar a las aves o a tejer una guirnalda con flores para lucirla  entrelazándola en su negra cabellera.


Un día el anciano padre le ordenó a Ñeambuí que aceptara por esposo a Cuimaé, que la amaba apasionadamente. De lograr la alianza pensada, las dos tribus estarían unidas por el casamiento. Así finalmente cesarían las hostilidades entre ellas y podrían hacer frente a cualquier invasor en una lucha armada.






En una mañana de un mal día, la joven oyó gritos. Al salir de su toldo vio a los guerreros de su aldea preparándose para la batalla. Entonces  los suyos le dijeron que una tribu de las proximidades se aprestaba para invadirlos. Supo que su padre sería ayudado por Cuimaé. Estaban ambos   decididos  a dejar y reclamar  hasta la última gota de sangre.



Después de que los bravos partieron, Ñeambuí se refugió en su toldo. Ella no podía quedarse sentada como las otras mujeres de la tribu, clamando por el triunfo de sus varones. Sufría demasiado al imaginar el encarnizado encuentro.  La tristeza la ahogaba al pensar que habría heridos y muertos en los dos bandos en pugna.



Los guerreros no habían vuelto aún al llegar la noche. La luna ya estaba alta y se ocultaba entre nubes, cuando Ñeambuí oyó un extraño lamento. Aunque al comienzo sintió miedo, luego casi involuntariamente, se asomó.  Afuera y entrevió la figura de un hombre, iluminada por la tenue luz lunar. El terror pareció paralizarla.  Presa del pánico, estaba a punto de gritar pidiendo auxilio, pero entonces la siniestra sombra se desplomó.
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Impulsada por una fuerza extraña se aproximó a eso que le había infundido temor. Allí vio a un joven indio tendido en el suelo. Por su vestimenta y adornos reconoció que era de una tribu enemiga. Al  inclinarse sobre él, le descubrió una profunda herida en la pierna. Ella pensó que, confundido por la pérdida de sangre, no había advertido que se internaba en el campamento enemigo.



La muchacha con mucho esfuerzo lo arrastró hasta ocultarlo detrás de su tienda,  algo apartada de las demás. Después buscó medicinas: hierbas y ungüentos para aplicar sobre la herida del joven intruso. Él, al abrir por un momento los ojos, la miró extasiado. No entendía cómo era posible que esa bella mujer lo estuviera cuidando. Desconcertado aún, pero más aliviado del sufrimiento, se durmió.



Ñeambuí  entró rápidamente en su toldo, cuando vio que el herido descansaba tranquilo. Entonces  Trató de calmarse. Temía por la suerte del joven enemigo y conocedora del carácter temperamental de su padre, deseó que el muchacho, una vez repuesto, se alejara de allí lo antes posible. Envuelta en sus pensamientos,  ella también se quedó dormida. En su sueño vio las dulces facciones del herido.




Los gritos de los hombres que volvían de la lucha, la despertaron. Se asomó temblando. Oyó  que su padre y Cuimaé la saludaban. Se les acercó tratando de acallar los fuertes latidos de su corazón. La mirada de ellos, tras el enfrentamiento, era dura. Los guerreros habían conseguido frenar al enemigo, pero eso les había costado que muchos hombres perdieran la vida.



El cacique le comunicó a su hija que muy pronto festejarían sus esponsales con el valiente Cuimaé.  Le dijo también que tendrían que partir nuevamente,  pero que deseaba que antes fuese el joven guerrero su esposo. Ella se inclinó ante su padre, mientras Cuimaé se adelantó para abrazarla. En ese instante algunos soldados gritando trajeron prisionero al infortunado enemigo. Lo arrastraron, puesto que él apenas podía caminar. El cacique ordenó su inmediato encierro.




La muchacha no pudo evitar un suave suspiro, que sólo fue advertido por Cuimaé. Él observó también que su rostro empalidecía. Esas manifestaciones le provocaron al prometido enormes sospechas. Hacía mucho tiempo que él esperaba a Ñeambuí y muy poco que ella le sonreía aceptando su cariño. El novio no podía tolerar su rechazo. Fue por eso que precipitó los festejos de la boda, como en un gran arrebato.


Ñeambuí, por el contrario, languidecía a medida que los días pasaban. Las mujeres de la tribu  probaban en ella los atuendos nupciales. En tanto a su alrededor los preparativos se sucedían raudamente unos a otros, ella permanecía impasible en medio del alegre y ajeno bullicio.



La perseguía permanentemente la mirada resignada del joven prisionero. A menudo paseaba como por casualidad frente al toldo en que lo tenían encerrado. El prisionero también estaba  hechizado por la dulce indiecita y, aunque sus miradas sólo se encontraban fugazmente, expresaban todo lo que ellos dos sentían. Nadie se percató de lo que estaba sucediendo entre ellos. Pero Cuimaé no perdía ni los gestos ni las miradas de la joven, sintiendo en el ocaso, que su corazón estallaba de dolor.







La noche anterior a la boda se celebró un festejo prenupcial. Después de la fiesta de la víspera del casamiento, toda la toldería se quedó dormida. Ñeambuí no. Ella se acercó sigilosamente a la tienda del prisionero aprovechando que hasta su guardián había sido vencido por el sueño. Con un gran esfuerzo desató las lianas con las que lo habían sujetado.

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Luego ellos huyeron hacia el bosque lluvioso. Allí, se abrazaron, iluminados por la tenue luz de la luna, sin saber que Cuimaé, los había seguido, enajenado por los celos. El joven cacique desesperado por el abandono, sacó una flecha, la más afilada que tenía. Armó su arco y la arrojó con una  fuerza sobrehumana. Ñeambuí y el joven se desplomaron, mientras la selva vibró bruscamente, sacudida por una loca carcajada.
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El amor y el odio habían sido demasiado fuertes como para que Cuimaé los padeciese sin sufrir más allá de los límites tolerables. Los dioses se compadecieron de él y lo convirtieron en un ave: el urutaú, que desde entonces recorre por la noche campos y bosques, asolándolos con sus tristes lamentos, pues llora desconsoladamente a su amada. Extenuado, descansa al amanecer del día siguiente.



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